Hoy, sin saber muy bien por qué, me desperté melancólico. De esos despertares donde uno no busca nada, pero los recuerdos llegan solos. Me vi, sin quererlo, metido en mi niñez, en aquellos días fríos y largos en el colegio de Doña Petra y Don Agustín, allá en mi querido barrio del Cerro del Águila, en Sevilla. Qué distinto era todo.
Volví de golpe a ese aula con paredes recién pintadas de blanco al comenzar el curso —ese olor penetrante que se mezclaba con el de las gomas de borrar y la ropa mojada cuando llovía—. Porque sí, muchos días eran lluviosos, y entrábamos con los calcetines chorreando, los zapatos embarrados y la cartera de cuero oscuro colgando al hombro, golpeándonos la espalda con cada paso.
Doña Petra siempre estaba impecable, quizá incluso demasiado. Para su edad, diría que iba excesivamente peinada, con ese moño perfectamente armado y ni un solo pelo fuera de sitio. Siempre llevaba su rebeca sobre los hombros, sin ponérsela del todo, como si fuera parte del uniforme. Iba maquillada como si esperara una visita importante en cualquier momento, y eso también formaba parte del respeto que imponía. Nunca levantaba la voz, no le hacía falta. Bastaba su presencia.
Y Don Agustín… ¡ay, Don Agustín! Su marido, el otro pilar del colegio. Entre los dos sumaban más de 100 años en aquella época, y se notaba. Él, con su bigote fino justo sobre los labios, siempre llevaba una varita fina, dura, que no dudaba en usar. La sostenía con naturalidad, como quien sujeta un lápiz o una regla. No era raro ver cómo la descargaba sobre las piernas de algún compañero, con esos pequeños pero firmes latigazos que repartía a diestro y siniestro cada vez que, según su criterio, alguien había infringido alguna norma. El miedo era parte del mobiliario escolar.
Recuerdo mis propios miedos: equivocarme al leer en voz alta, que me llamaran a la pizarra y me quedara en blanco, que se me rompiera la cartilla o que no llevara los deberes. Pero también recuerdo mis ilusiones. Porque a pesar de todo, soñaba con aprender, con que me felicitaran, con no defraudar.
Esta mañana, después de todo eso que me vino a la cabeza, no pude evitarlo. Me fui corriendo a recrear esta imagen. A crear una escena que resumiera lo que sentí en aquellos días: la luz tenue que entraba por la ventana, el aula vieja, la pizarra manchada, la tristeza callada de muchos compañeros, la inocencia, el barro en los zapatos, y la esperanza que, de alguna manera, siempre encontrábamos.
Tenía que vaciar de algún modo el sabor melancólico que me dejó estos recuerdos. Fui directamente a encender el ordenador y, como un poseso, me puse a teclear este artículo antes de que todo se esfumara de mi memoria. La imagen que encabeza este texto nació también de esos maravillosos recuerdos; de esa mezcla de nostalgia, emoción y necesidad de volver, al menos por un momento, a aquellos días. Porque, al final, la imagen también sirve para eso: para recordar lo que fuimos, lo que vivimos… y lo que, de alguna manera, todavía llevamos dentro.