Con cierta periodicidad, tengo la sana costumbre —recomendable para todos los que nos dedicamos a la fotografía— de revisar mi viejo, y a veces no tan viejo, archivo fotográfico.
Y mira por dónde, precisamente hoy, día en que mi recurrente nostalgia me invade especialmente, me di de bruces con esta foto.
Llamé a Rosa (mi mujer) y ¡cómo no!, recomenzamos, sin solución de continuidad, a comentar parte de nuestros recuerdos.
A nosotros, los padres de entonces —ahora ya abuelos casi setentagenarios—, la imagen nos devolvió, de golpe, a aquellas tardes de feria en las que todo era más humilde, más sencillo, y más grande a la vez.
Nos miramos en silencio, con los ojos humedecidos por el recuerdo, como quien se asoma a una ventana temporal, y comenzamos a rememorar aquellas tardes donde los patitos flotaban en sus barreños de plástico gastado, cómo las escopetitas de feria nos retaban a derribar sueños de caramelos, y cómo las cuerdas arrastraban baratas sorpresas envueltas en sobres tan seductores que parecían pequeños tesoros.
Recordábamos perfectamente cómo llegábamos en nuestro viejo Renault 5 rojo, cargado de ilusión y de bolsas repletas de comida casera; los pequeños vestidos de flamenco y de gitana, con esa alegría sencilla que no entiende de prisas ni de lujos.
Antes de lanzarnos a la feria, hacíamos una divertida parada que para nosotros era casi un ritual: extendíamos una manta en el césped del parque María Luisa, bajo la sombra de los árboles, y allí, rodeados de risas y juegos, compartíamos el humilde pero exquisito almuerzo guardado en tuppers que Rosa había preparado en casa: un menú deliciosamente sencillo compuesto de pollo en salsa, filetes empanados, algo de chacina, y de postre, algún yogur o fruta.
Y si la economía nos daba un pequeño respiro, hacíamos el esfuerzo de llevar un poquito de jamón del bueno, de ese que sabíamos que sabría aún mejor por haber sido comprado con tanto sacrificio.
Mientras los niños correteaban entre los árboles y los setos, nosotros recogíamos con cariño aquellos momentos.
Y cuando el atardecer avanzaba lentamente, el cielo se teñía de un azul menos brillante, y la iluminación del recinto ferial comenzaba a manifestarse allá a lo lejos, con sus cálidos destellos, recogíamos nuestras cosas y nos poníamos en marcha camino de la feria.
¡Qué sencillo era todo!
Esa comida preparada con cariño, el tranquilo paseo de la mano de los pequeños, y nuestra ilusión desbocada en cada paso hacia la feria.
Nunca faltaba “la dita” de la abuela María para que los niños pudieran subirse en los cacharritos.
Y allí, entre música, luces de colores, saltos y risas nerviosas, los montábamos en el tiovivo, en los coches de choque, en aquellos caballitos que giraban y giraban como sueños que no tenían fin.
Si había suerte, conseguíamos que repitieran un par de vueltas.
Cómo recordamos cuando nos pedían jugar a la pesca del pato… ato… ato… ato…
Tiraban de sus cañas con toda la esperanza del mundo, aunque sabíamos que era dinero perdido, porque los premios eran más baratos que lo que costaba jugar; pero por ver sus caras de alegría, bien merecía la pena ese pequeño esfuerzo.
¡Lo que nos tranquilizaba era saber que, con tan poco, podían ser inmensamente felices!
Y luego, casi siempre, nos parábamos en alguna caseta municipal, de las de entrada gratuita, para tomarnos un refresquito, porque para más no daba.
Pero era más que suficiente lo bien que lo pasábamos, ¿verdad?
Los niños lo disfrutaban de verdad.
Hemos tenido tres hijos maravillosos, que nunca pidieron más de lo que nos podíamos permitir.
Con lo justo en el bolsillo, hacíamos auténticos malabares para que ellos experimentaran toda esa magia: aquellas vueltas en el tiovivo, el regalo que los patitos llevaban, la cuerda de sorpresas, el refresquito en una humilde caseta, sus caritas iluminadas por las luces, sus manitas apretando las nuestras, sus risas desbordándose en la noche…
Para nosotros, eso era el verdadero centro de toda la felicidad.
La felicidad buena, la de verdad.
La que no entiende de dinero ni de lujos, la que se construye a base de momentos sencillos y amor sincero.
Hoy, desde este verdadero presente, sentimos en el pecho ese agridulce pellizco.
No de tristeza, sino de gratitud a la vida.
Gratitud por saber que todo aquello pasó y que ahora el carrusel sigue girando para los hijos de nuestros hijos: nuestros nietos.
Fuimos parte de esa historia, y no hay más que decir.
Al volver a la realidad, nos dimos cuenta de que detuvimos el tiempo en el tiempo, aunque solo fuese un ratito.
Pero ¡qué delicioso ratito!:
aquel Renault 5 rojo, aquella deliciosa comida, aquellas fugaces pero intensas diversiones, aquel refresquito en familia, y aquella vuelta a casa destrozados pero felices, siguen, y seguirán siempre, viviendo en nuestra memoria.
Rosa y Manolo